La campana de la pelea Obama-Romney ha sonado. Se intercambian las primeras palabras, surgen las primeras fricciones, tenemos la primera idea clara sobre qué tipo de campaña veremos a lo largo de los próximos seis meses. Aunque desde hace semanas era inevitable que la elección de noviembre se disputara entre los dos candidatos, ha sido hasta días recientes cuando hemos podido atestiguar el salto de los contendientes al cuadrilátero.
La campaña presidencial comienza con varios datos duros que vale la pena repasar.
Obama llega a la reelección con el índice de desempleo más alto en varias décadas; con un índice de aprobación que bordea peligrosamente la frontera de la minoría; y con una economía que hoy por hoy no queda claro en qué estado llegará a noviembre —la aceleración del crecimiento de principio de año se ha visto ralentizada por unas cifras de creación de empleo en marzo muy por debajo de lo esperado—.
Romney, por su parte, comienza la campaña después una larguísima lucha interna que le ha dejado marginado en sectores clave de su partido; tocado en imagen ante una opinión pública que duda de su autenticidad e intenciones; y ante el reto de construir en pocos meses una infraestructura de campaña a nivel nacional que vaya más allá de los bastiones republicanos.
Los primeros intercambios entre los candidatos arrojan luz sobre los ejes temáticos en torno a los cuales gira la campaña. En orden de importancia, los tres principales son la economía, el papel y tamaño del gobierno y la seguridad exterior —que no la política exterior—.
El tema económico, sin duda, será el eje. Romney atacará frontalmente —y parece que sin escrúpulos— para intentar desacreditar por cualquier vía posible las políticas de Obama. Del estímulo económico de 2010 —clave para evitar la doble recesión— al exitoso rescate de Ford y General Motors, pasando por la estrategia para estimular el crecimiento y atajar el déficit. El candidato republicano, en otras palabras, intentará destruir la reputación de Obama como líder competente en temas económicos y ofrecerse como la única salida a la encrucijada económica (digo sin escrúpulos porque varias de estas políticas han sido indiscutiblemente exitosas, y porque Romney en algún momento apoyó posiciones muy similares).
La naturaleza del segundo tema es filosófica. ¿Gobierno grande o pequeño? ¿Intervencionista o partidario del laissez faire, laissez passer? Una vez más, Romney intentará caracterizar a Obama como el presidente del gasto, la expansión del gobierno y la ineficacia burocrática —será interesante ver si se anima a cruzar la delgada línea que separa el sentido común de la chabacanería y acusa a Obama directamente de ser socialista—. En este caso Romney camina sobre terreno minado. Además de que la mayoría de los estadounidenses apoyan de una forma u otra la participación del gobierno en la vida económica, la elección llega en un momento en el que las desigualdades sociales rozan sus máximos históricos. El debate en este caso —si Obama lo sabe enmarcar— será entre un modelo cuasi plutocrático y un estado liberal moderno que al tiempo que adelgaza ciertos excesos mantiene las prerrogativas necesarias para regular e intervenir en asuntos clave.
El tema de la seguridad exterior será la tercera línea de ataque. El argumento es plano y maniqueo: Obama no es lo suficientemente patriota para resguardar la seguridad de Estados Unidos y sus aliados. Los recortes en el gasto militar, la política hacia Israel y el manejo de la relación con Irán y su programa nuclear serán caracterizadas como posiciones insostenibles e irresponsables que ponen en riesgo la seguridad del país.
A seis meses vista, el escenario más probable sigue apuntado a que la coraza de Obama es lo suficientemente fuerte para resistir los embates.