¿Se puede gobernar Estados Unidos sin el apoyo del Congreso?
Ésa es la pregunta que flota en los pasillos del poder en Washington: de la Casa Blanca a las decenas de secretarías y agencias federales que, muy probablemente, se enfrenten a una incertidumbre programática a partir de enero, cuando el nuevo Congreso se instale y las mayorías demócratas se desvanezcan o queden tan finitas que se deshagan de un soplido.
Se trata de la sempiterna pregunta a la que se enfrentan los presidentes en las elecciones de medio mandato — en las que típicamente pierden apoyos—. Pero, en el caso de Obama, las consecuencias podrían ser aún más graves.
Quizá, la pregunta debería formularse de otra manera: ¿cuál es el apoyo legislativo mínimo que necesita un presidente para no convertir el proceso político en un desastre? Depende.
Sin embargo y tomando en cuenta el clima político divisivo actual en Washington, cualquier disminución en los apoyos parlamentarios para la Casa Blanca parece que se traducirían de facto en una virtual incapacidad para llevar a cabo las tareas de gobierno más elementales: de avanzar un centímetro más en la implementación de una agenda a entablar una relación en buenos términos con un Congreso con los colores contrarios.
¿Peco de sombrío? Quizá. Pero desde la perspectiva actual y en base a los pronósticos demoscópicos, parece difícil que Obama se salve de dos cosas: de un batacazo electoral que reduzca de manera considerable su margen de maniobra y que, una vez sucedido, el clima político se polarice al punto de que en retrospectiva los dos últimos años parezcan una fiesta que celebre la concordia, el entendimiento y el bipartidismo.
Pero, no nos adelantemos, como decía Jack el Destripador, vamos por partes.
La relación entre la Casa Blanca y Capitol Hill es una de las más inescrutables de Washington. De cualquier Casa Blanca y de cualquier Congreso. La de la Administración Obama se ha caracterizado por una durísima oposición que no ha cedido el más mínimo espacio junto con un partido Demócrata inseguro y pusilánime que sigue prefiriendo defender sus cada vez más reducidos cotos de poder que hacer apuestas osadas y cambiar los términos del debate.
Con la salida de Rahm Emanuel hace dos semanas, el Ala Oeste ha comenzado a transformarse en un aparato político diseñado expresamente para afrontar el temporal post electoral. De modos más suaves y menos políticos, el nuevo jefe de Gabinete, Pete Rouse, tiene sobre toda la tarea de resolver cómo operará el Ejecutivo con un Congreso que a partir de enero podría ser abiertamente beligerante, ya no sólo con la agenda de Obama, sino con la institución presidencial misma —no me cuesta trabajo imaginar a un partido Republicano envalentonado que con un espaldarazo electoral sería capaz de cualquier cosa— .
Así, y durante los próximos dos años, es probable que la agenda legislativa se paralice por completo y la única forma de gobernar sea por medio de ordenes ejecutivas que limitarán mucho la ya de por sí ya tocada iniciativa política del presidente.
También, existe el riesgo de que si lo republicanos asumen el control de las dos Cámaras, intenten revertir los éxitos legislativos de los últimos dos años. Muy en especial, la reforma sanitaria. Aunque sería una empresa difícil, diversos líderes del partido ya han amenazado con hacerlo. De cumplirlo, la próxima legislatura se podría convertir en una lucha intestina entre una Casa Blanca sin iniciativa que se atrinchere y se limite a defender lo que ya ha conseguido.
Son sólo escenarios posibles; pero no descabellados. Definitivamente no es el sitio en el que esperaba encontrarse la Administración cuando nos acercamos con rapidez al ecuador de su mandato.
Ahora, desde el Ala Oeste se explora con los límites del poder Ejecutivo; estirarlos al máximo durante los próximos dos años y esperar que, en otoño de 2012, el impaciente —y en ocasiones pueril— electorado estadounidense se muestre más comprensivo con un presidente que heredó algunas de las condiciones más peliagudas de la historia reciente.
Triste pero cierto; por ahora, después de casi dos años de gobierno, ése es el mejor escenario al que se enfrenta Obama. Ah, y olvidaba responder la pregunta del comienzo: sí, se puede, pero sólo por un periodo breve de tiempo.