¿Cómo explicar que hace dos años Estados Unidos se encontraba montado en una ola de fervor popular no vista desde la lucha por los derechos civiles en la década de los años sesenta y hoy, sólo 24 meses después, se encuentra en el polo opuesto, habiendo asestado un revés electoral al partido en el poder que, al menos durante los próximos dos años, paralizará al sistema y complicará enormemente las posibilidades de implementar la agenda que votó en aquellas históricas elecciones de 2008?
La respuesta es una mezcla compleja que incluye la coyuntura económica, los cambios demográficos del país y, sobre todo, la arquitectura de un sistema político diseñado para oscilar constantemente.
Comencemos por la economía y su esclerótico estado. Las medidas tomadas por el Gobierno sencillamente no han sido suficientes, ni para atajar la magnitud del problema ni para satisfacer a un electorado impaciente que no termina de entender la dimensión y gravedad de la crisis de 2008. A pesar de los 787.000 millones de estímulo inyectados en los primeros meses de la Administración y la reforma financiera aprobada a mediados de este año, el clima económico sigue ensombrecido por nubarrones que la amenazan en diferentes frentes: del número de parados a, quizá más importante, un sentimiento generalizado de incertidumbre especialmente dañino para la inversión de largo plazo.
El camino elegido, al menos desde la perspectiva actual, ha sido errático y ha enfrentado al Gobierno a diestra y siniestra. En el flanco izquierdo, con la base del Partido Demócrata y con economistas influyentes como Paul Krugman, Jeffrey Sachs y Joseph Stiglitz, que desde el comienzo advirtieron que la política puesta en práctica era pusilánime y que la cifra del estímulo no sería suficiente para sostener la recuperación de una economía del tamaño de la de Estados Unidos (en términos proporcionales el Reino Unido invirtió casi el doble). Y, en el derecho, con la tropa del Partido Republicano al completo. Que primero intentó zancadillear sin éxito el estímulo y desde entonces pregona una sola receta: recortar impuestos, en cualquier rubro y a costa de lo que sea. Un texto reciente en The New York Times lo sintetizaba bien: “El presidente que ha logrado las medidas más ambiciosas de la última generación se ve ahora insultado por la derecha, censurado por la izquierda y abandonado por el centro”.
Lo que nos lleva a la segunda coyuntura, la de los cambios demográficos. Cuando se menciona al ahora célebre Tea Party, se suele hablar de un movimiento extremista que se opone a las cargas impositivas del Estado y la intervención gubernamental. Cierto, sin duda ése es uno de los pilares del movimiento. Pero con menos frecuencia se menciona otra de sus características fundamentales: sus miembros son principalmente blancos, anglosajones y protestantes que defienden una visión nativista que se opone a la transformación de la base social del país —esencialmente su hispanización—, y, sobre todo, a la transformación de su élite —un presidente negro con nombre musulmán y padre africano definitivamente no entra dentro de sus cánones—.
Así, el Tea Party se ha erigido en un movimiento de defensa a ultranza que por ahora afectará principalmente la forma en la que se hace política desde la derecha. Ha desplazado el centro ideológico del Partido Republicano, obligándole a cerrar filas y radicalizar posiciones.
Lo que nos lleva al último punto: la arquitectura del sistema político y las dinámicas que engendra. La elección del martes fue la primera desde que la Suprema Corte de Justicia abrió todas las compuertas del dinero privado a la financiación electoral. Una decisión polémica que, de facto y justificada en la primera enmienda de la constitución, impide establecer límites a la financiación de las campañas —porque, razona la corte mayoritariamente conservadora, coartaría la sacrosanta libertad de expresión—. Las implicaciones son múltiples. Entre ellas, el poder descontrolado que han alcanzado los lobbies y los intereses especiales sobre los miembros del Congreso. Especialmente en la Cámara de Representantes, donde sus integrantes están obligados a reelegirse cada dos años. Bajo las reglas actuales, una industria o interés especial puede comprar o chantajear a un congresista cada ciclo electoral: o se ciñe a sus exigencias o se aseguran de que el candidato rival cuente con más recursos.
Hoy, así funciona Washington.