Sobrevuela desde hace algunas semanas el fantasma del cierre del gobierno y el caos en las instituciones. El resultado electoral de noviembre, la pérdida de la mayoría en la Cámara de Representantes y una oposición ideologizada que no mide las consecuencias y le importa poco llevar al país al límite.
Se trata, en síntesis, del ambiente en el que se encuentra estancado el debate político en Estados Unidos. Un escenario indeseable por donde sea que se analice: paraliza al gobierno y abre la posibilidad de una ruptura política aún más profunda con consecuencias potencialmente graves.
En el fondo, el debate gira en torno a la interpretación que cada partido ha hecho del resultado de las elecciones de medio mandato y qué mensaje lanzó el electorado con su voto. En el bando Republicano tienen claro que la consigna principal es el déficit, el tamaño del gobierno y el crecimiento descontrolado de éste. Del lado Demócrata el veredicto es menos claro: sí, el electorado exige cambios, ¿pero en qué dirección? ¿con qué prioridades? En otras palabras, ¿qué parte exactamente de la agenda del primer bienio de la Administración Obama fue la que rechazó el electorado.
Por razones obvias, son preguntas que no se pueden responder fácilmente.
Desde la llegada de la mayoría Republicana al Congreso a comienzos de año, la presión, como ya decía, ha estado centrada sobre la reducción obsesiva del gasto. Una posición cuestionable no sólo desde su vertiente ideológica, sino, y tomando en cuenta las condiciones económicas en las que se encuentra el país, por el riesgo que implicaría ralentizar la recuperación en un clima tan frágil como el actual.
La gravedad del cierre del gobierno, además de los problemas inmediatos que podría acarrear, radica sobre todo en lo que dice respecto a la incapacidad del sistema político para pactar acuerdos y evitar escenarios que debiliten al país.
La posibilidad no es el del todo nueva. En un escenario similar al actual en 1995 el líder de la Cámara de Representantes —Newt Gingrich, uno de los punteros a la nominación republicana en 2012— llevó hasta sus últimas consecuencias el enfrentamiento que sostenía con Bill Clinton y cortó el presupuesto del Gobierno federal. La medida tenía como objetivo obligar a Clinton a pactar el paquete de medidas que Gingrich utilizó como agenda en las legislativas de 1994.
Dieciséis años después, más que una agenda alternativa o un paquete de reformas determinado, el Partido Republicano vuelve a la carga jugando la carta de la asfixia presupuestaria. La finalidad no es otra que obligar al gobierno a recortar el gasto.
A finales de la semana pasada las negociaciones entre los líderes del Congreso y la Casa Blanca estuvieron a punto de encallar; en el último momento se lograron acuerdos básicos que garantizan la financiación del Gobierno durante dos semanas más. A cambio, la Administración se comprometió a recortar más de 6.000 millones de dólares en distintos programas federales.
La estrategia Republicana es riesgosa en muchos frentes. El saldo final del cierre del Gobierno de 1995 fue una derrota contundente para Gingrich y los que le apoyaban —Clinton se reeligió sin problema el año siguiente—. El abuso de la mayoría en el Congreso y los pocos resultados de la agenda Republicana fueron las principales causas.
Con las aguas de la nominación presidencial ya en movimiento, los Republicanos se juegan mucho con la estrategia. En buena medida, será ésta la que determine si son capaces de presentar una candidatura con posibilidades reales de derrotar a Obama el año que viene. En el corto plazo puede dar resultados y hacerles pasar como el partido que logró controlar el déficit; pero, a mediano, podría también pasarles factura por entorpecer la incipiente recuperación económica.
En cualquier caso, las posiciones se tensan y el fantasma del cierre, una vez más, vuelve a sobrevolar al Gobierno. Del vencedor de esta batalla saldrá el candidato que triunfe en noviembre de 2012.